La
mayoría de las madres que consultamos por dificultades en la lactancia estamos
preocupadas por saber cómo hacer las cosas correctamente, en lugar de buscar el
silencio interior, las raíces profundas, los vestigios de femineidad y apoyo
efectivo por parte de los individuos o las comunidades que favorezcan el
encuentro con su esencia personal.
Contrariamente a lo que se supone, los bebés deberían ser cargados por sus madres todo el tiempo, incluso y sobre todo cuando duermen. Porque se alimentan también de calor, brazos, ternura, contacto corporal, olor, ritmo cardíaco, transpiración y perfume. La leche fluye si el cuerpo está permanentemente disponible. La lactancia no es un tema aparte. O estamos madre y bebé compenetrados, fusionados y entremezclados, o no lo estamos. Por eso, dar de mamar equivale a tener al bebé a upa, todo el tiempo que sea posible. No hay motivos para separar al bebé de nuestro cuerpo, salvo para cumplir con poquísimas necesidades personales. La lactancia es cuerpo, es silencio, es conexión con el submundo invisible, es fusión emocional, es entrega.
La
lactancia es manifestación pura de nuestros aspectos más terrenales y salvajes
que responden a la memoria filogenética de nuestra especie. Para dar de mamar
sólo necesitamos pasar casi todo el tiempo desnudas, sin largar a nuestra cría,
inmersas en un tiempo fuera del tiempo, sin intelecto ni elaboración de
pensamientos, sin necesidad de defenderse de nada ni de nadie, sino solamente
sumergidas en un espacio imaginario e invisible para los demás.
Qué significa dar de mamar
Eso
es dar de mamar. Es dejar aflorar nuestros rincones ancestralmente olvidados o
negados, nuestros instintos animales que surgen sin imaginar que anidaban en
nuestro interior. Es dejarse llevar por la sorpresa de vernos lamer a nuestros
bebés, de oler la frescura de su sangre, de chorrear entre un cuerpo y otro, de
convertirse en cuerpo y fluidos danzantes.
Dar
de mamar es despojarse de las mentiras que nos hemos contado toda la vida sobre
quienes somos o quienes deberíamos ser. Es estar desprolijas, poderosas,
hambrientas, como lobas, como leonas, como tigresas, como canguras, como gatas.
Muy relacionadas con las mamíferas de otras especies en su total apego hacia la
cría, descuidando al resto de la comunidad, pero milimétricamente atentas a las
necesidades del recién nacido.
Deleitadas
con el milagro, tratando de reconocer que fuimos nosotras las que lo hicimos
posible, y reencontrándonos con lo que haya de sublime. Es una experiencia
mística si nos permitimos que así sea.
Esto
es todo lo que necesitamos para poder dar de mamar a un hijo. Ni métodos, ni
horarios, ni consejos, ni relojes, ni cursos. Pero sí apoyo, contención y
confianza de otros (marido, red de
mujeres, sociedad, ámbito social) para ser sí misma más que nunca. Sólo permiso
para ser lo que queremos, hacer lo que queremos, y dejarse llevar por la locura
de lo salvaje.
Esto
es posible si se comprende que la psicología femenina incluye este profundo
arraigo a la madre-tierra, que el ser una con la naturaleza es intrínseco al
ser esencial de la mujer, y que si este aspecto no se pone de manifiesto, la
lactancia simplemente no fluye. No somos tan diferentes a los ríos, a los
volcanes, a los bosques. Sólo es necesario preservarlos de los ataques.
Arraigo con la Madre Tierra
Las
mujeres que deseamos amamantar tenemos el desafío de no alejarnos
desmedidamente de nuestros instintos salvajes. Lamentablemente solemos razonar
y leer libros de puericultura, y de esta manera perdemos el eje entre tantos
consejos supuestamente “profesionales”.
La
insistencia social y en algunos casos las sugerencias médicas y psicológicas
que insisten en que las madres nos separemos de los bebés, desactiva la
animalidad de la
lactancia. Posiblemente la situación que más depreda y
devasta la confianza que las madres tenemos en nuestros propios recursos
internos, es esta creencia de que los bebés se van a malacostrumbrar si pasan
demasiado tiempo en nuestros brazos. La separación física a la que nos
sometemos como díada entorpece la fluidez de la lactancia. Los
bebés occidentales duermen en los moisés o en los cochecitos o en sus cunas
demasiadas horas. Esta conducta sencillamente atenta contra la lactancia. Porque
dar de mamar es una actividad corporal y energética constante. Es como un río
que no puede parar de fluir: si lo
bloqueamos, desvía su caudal.
Cargar al bebé
Contrariamente a lo que se supone, los bebés deberían ser cargados por sus madres todo el tiempo, incluso y sobre todo cuando duermen. Porque se alimentan también de calor, brazos, ternura, contacto corporal, olor, ritmo cardíaco, transpiración y perfume. La leche fluye si el cuerpo está permanentemente disponible. La lactancia no es un tema aparte. O estamos madre y bebé compenetrados, fusionados y entremezclados, o no lo estamos. Por eso, dar de mamar equivale a tener al bebé a upa, todo el tiempo que sea posible. No hay motivos para separar al bebé de nuestro cuerpo, salvo para cumplir con poquísimas necesidades personales. La lactancia es cuerpo, es silencio, es conexión con el submundo invisible, es fusión emocional, es entrega.
Dar
de mamar es posible si dejamos de atender las reglas, los horarios, las
indicaciones lógicas y si estamos dispuestas a sumergirnos en este tiempo sin
tiempo ni formas ni bordes. También si
nos despojamos de tantas sillitas, cochecitos y mueblería infantil, ya que un
pañuelo atado a nuestro cuerpo es suficiente para ayudar a los brazos y las
espaldas cansadas. Incluso si trabajamos, incluso si hay horas durante el día
en que no tenemos la opción de permanecer con nuestros bebés, tenemos la
posibilidad de cargarlos en brazos todo el tiempo que estemos en contacto con
ellos.
Es
verdad que hay que volverse un poco loca para maternar. Esa locura nos habilita
para entrar en contacto con los aspectos más genuinos, inabordables,
despojados, salvajes, impresentables, sangrantes de nuestro ser femenino. Así
las cosas, que nos acompañe quien quiera y quien sea capaz de no asustarse de
la potencia animal que ruge desde nuestras entrañas.